Foto: Megamedia

Presbítero Manuel Ceballos García

“Creo, Señor”

Se trata de un milagro en el que se proclama un mensaje esencial para la fe. Lo importante en el hecho es la proclamación de Jesús como luz del mundo y como luz rechazada por los judíos.

En tiempos antiguos la saliva se consideraba una medicina. El talmud prohibía expresamente curar con saliva en sábado. También se prohibía expresamente hacer barro en sábado. Ambos detalles son necesarios para que surja la controversia en la que va a mostrarse la pertinaz obcecación de los fariseos y la progresiva lucidez del ciego de nacimiento.

Los vecinos de Jerusalén, que habían visto al ciego pedir limosna, y que ahora ven que ha recuperado la vista, sin duda habrían oído hablar de Jesús y de cómo se presentaba al pueblo como mesías. El milagro parecía avalar esta pretensión. Para salir de dudas, llevan al ciego a los fariseos, que son los que deben investigar el caso. El tribunal de los fariseos se dividió en dos facciones: unos negaron la realidad del milagro y, otros, aun admitiendo el suceso de la curación, se resistieron a creer que pudiera venir de Dios, ya que se había quebrantado la ley sabática.

La ceguera de aquel hombre no era consecuencia ni de su pecado ni del pecado o maldad de sus papás. La desgracia de un inocente, generalmente inexplicable, se convertía en un espacio para descubrir la presencia de Dios por el milagro que sucedió a continuación: la discapacidad de aquel hombre colocó la ceguera como un espacio para realizar las obras de la luz, las obras del Señor.

Jesús es la luz contra las tinieblas. Jesús es la luz del mundo, la revelación de Dios en el mundo. Los que lo aceptan ven, y los que dicen ver y no lo aceptan son cegados por la luz.

Así, dentro de toda la perspectiva del relato de san Juan, el milagro adquiere una luz muy particular: no es la simple curación de un ciego desesperado, y sí la historia de una conversión, de una iluminación del espíritu. No por nada, la narración termina con una escena emblemática que tiene en el centro a Jesucristo y el curado que proclama, adorando, la profesión de la fe cristiana: “¡Creo, Señor!”. Y, -“Señor”- en la Biblia es la traducción del nombre sagrado e impronunciable de “Yahvé”, Dios.

Por lo tanto, la presencia de Jesús provocó tanto la vista como la ceguera. Los que no veían, pero estaban dispuestos, recobraron la vista; en cambio, los que veían, pero insistían en cerrar los ojos, quedaron ciegos. Por eso, el pecado de los fariseos no fue su falta de vista, sino que se mentían a sí mismos diciendo que veían cuando sucedía precisamente lo contrario. Como asegura el refrán: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”.

 

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