Recorro la casa casi en penumbra, mientras voy despejando mi espacio, apagando los tenues destellos de las velas que aún sobreviven después de las celebraciones. Las envolturas de papel han formado un pequeño desorden junto al árbol y, sentándome junto a ellas, acomodo el silencio de la ausencia, en el cual se esconde un obsequio de liberación para aquellos que no valoran la presencia, y lo lanzo al aire sin remitente.

Es una forma de decir desde el corazón que regalo mi distancia, envuelta en listones de quietud que se enreden en el tiempo. La que creció regada por lágrimas en noches de plenilunio y que danza infinitamente en los momentos olvidados y enterrados en medio de tormentas y rituales de desmemoria.

Es un adiós a la espera, un fin a la incertidumbre, un cierre al capítulo de quien no entendió la esencia.

Y es que a veces ofrecer el vacío es la única forma de recuperarnos a nosotros mismos y habitarnos desde el principio más básico y necesario: el amor propio.

Es ahí donde encuentro la voz que me recuerda que nuestro valor no se mide por la presencia de otros, sino la profundidad de la propia existencia. Soplo sobre los restos de la cera que se derrite, el fuego apenas perceptible que se niega a desaparecer mientras la calma me acoge y la serenidad me arropa en un murmullo de brisa como recordatorio de que la paz interior es el mejor sitio para permanecer.

Bienvenidos todos aquellos que hacen comunidad y contienen. Bienvenida también la Ausencia del que tocó donde en confianza dijiste que duele. Bienvenido 2026 con sus cambios, oportunidades, desafíos, logros, descubrimientos y, por qué no, con un poco de magia.

Licenciada en Ciencias de la Comunicación.

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