(Primera Columna publicada el 18 de agosto de 2007)

En la Plaza Grande, el reportero encontró ayer, sobre la banca de costumbre, la carta que transcribe a continuación.


Hola, “Dean”:

Me voy a presentar. Vivo en una ciudad que está en tus planes de viaje. Se llama Mérida. Me gustaba admirar mi cielo. Su azul, el de las radiantes intensidades con las que se viste en la mañana, no es el mismo cada hora. Por las tardes el cielo es el balcón al que se asoma a mirarnos el azul apacible y romántico, ese azul que nos recuerda las rimas mutiladas de tantos poemas olvidados.

También me gustaba mi cielo recorrido de nubes. Nuestras nubes son castillos en el aire diseñados por arquitectos enigmáticos que estudian sueños y caprichos, fantasías, misterios y alucinaciones. Preguntale a Alberto Cortés.

No sé si pasarás encima de Chichén Itzá. Por allá, no me acuerdo dónde, han venido a descubrir que es una de las siete maravillas del mundo. Bueno, no voy a negar la cruz de mi parroquia, pero para maravilla, nuestras puestas de sol. Ésas sí son maravillas. Irrepetibles. Hoy diferentes a las de ayer y distintas de las de mañana. Siempre el incendio del poniente, con la llamada redonda, al rojo vivo, que estalla en la detonación, en el disparo de colores que en un par de segundos transfigura el horizonte de punta a punta entre homenajes de labios entreabiertos, ojos alelados y suspiros de emoción.

Que nuestros poetas, compositores y cancionistas te enteren de las noches meridanas, aquellas despejadas, aromadas, que tenían más estrellas que todas las que tú, “Dean”, hayas visto y vayas a ver por encima de tus techumbres espesas de vientos, relámpagos y truenos.

Te hablo en pasado. Admiraba, miraba, veía. Ya no. Azules y castillos, ocasos y estrellas se han ido como se fueron, primero, las golondrinas de Bécquer, y después las de Palmerín y Rosado Vega. El día y la hora, el minuto y el segundo, el metro y el centímetro de nuestros horizontes están usurpados por enjambres de tuberías que despliegan una jungla de anuncios espectaculares.

No hay mal que por bien no venga, “Dean”. Derriba ese desconcierto de esperpentos. Como en Jerusalén y Mayapán, donde israelitas y mayas no dejaron piedra sobre piedra, tú no dejes tubo sobre tubo. Arranca, por favor, los espectaculares. Todos. Acarréalos contigo al mar. Pero no los dejes en la orilla. Llévalos mar adentro, como remaba Juan Pablo II, como dejó de remar Javier Bardem en la película aclamada. Hunde los espectaculares allá donde “Lorena”, la nave amortajada por megamillones de agua, duerme sin remedio como Alfonsina en su tumba de arena, espuma y sal.

Limpia, “Dean”, nuestro cielo. Rascátanos el horizonte. Devuélvenos los azules iridiscentes, las cordilleras erizadas de nubes, los éxtasis crepusculares, las pupilas ardientes de las noches desveladas. ¡Intercede por nuestros árboles! Tirarás algunos, ni modo: tal es tu oficio. Pero salvarás a otros, muchos más, condenados a muerte para abrir espacio a los bosques de metal que se alzan irreverentes en aceras, jardines, muros y azoteas como puñales que desfiguran el rostro de Mérida.

A Ivón y César, a ésos no es preciso que te los lleves. De repente hacen algo más que tú. Dicen que pueden mucho, vamos a ver si es cierto, y sabemos que no les cuesta nada.

Desde lejos, donde, a pesar de todo, espero quedarme, se despide:
CESAR POMPEYO

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