Dulce María Sauri Riancho artículo editorial
Dulce María Sauri Riancho

El gobierno de Claudia Sheinbaum Pardo ha celebrado, con entusiasmo y cifras en mano, el crecimiento histórico de la clase media en México.

De acuerdo con datos del Banco Mundial, retomados por la Presidencia, entre 2018 y 2024 este grupo social habría aumentado más de doce puntos porcentuales, hasta representar cerca del 40 por ciento de la población. El criterio es claro: quienes perciben más de 17 dólares diarios —alrededor de 340 pesos— dejan de ser pobres por ingresos y pasan a formar parte de la clase media.

El dato no es falso. Pero tampoco es suficiente. Porque cuando la pertenencia a la clase media se define exclusivamente por el ingreso monetario, se corre el riesgo de confundir un cruce estadístico con un cambio real de condición social, dejando fuera carencias, vulnerabilidades y desigualdades que el dinero —incluso con apoyos gubernamentales— no logra resolver.

El umbral elegido merece atención. Los 340 pesos diarios que delimitan la clase media son prácticamente equivalentes al salario mínimo general previsto para 2026.

La presunción implícita es que ese ingreso proviene de un empleo formal, estable y acompañado de prestaciones: seguridad social, acceso a la salud, pensión y vivienda. Sin embargo, la realidad laboral del país —y de Yucatán en particular— es menos optimista.

Formalidad

En Yucatán, poco más del 40 por ciento de la población ocupada se encuentra en el sector formal. El resto sobrevive en esquemas de informalidad, autoempleo o trabajos sin prestaciones. El dinamismo económico del estado, ligado al turismo, los servicios y la construcción, ha generado empleo, sí, pero no necesariamente empleo protegido y bien pagado. En ese contexto, el ingreso puede alcanzar para cruzar el umbral estadístico de la clase media, pero no para blindar a los hogares frente a la incertidumbre.

No se trata de descalificar las cifras oficiales ni de poner en duda al Banco Mundial. Conviene recordar, eso sí, que los organismos internacionales trabajan con los datos que los gobiernos producen —en este caso, los del Inegi— y que cuando el ingreso es el indicador central, la alineación de resultados es casi inevitable.

El problema no está en los números, sino en el entusiasmo con el que se les convierte en relato de éxito estructural.

Más que de una clase media homogénea, conviene hablar de las clases medias, en plural. Un primer grupo lo integran las clases medias emergentes, los recién llegados. Su ingreso depende en buena medida de las transferencias sociales: pensiones para adultos mayores, becas escolares, apoyos a madres solteras. Estos recursos han sido relevantes para aliviar carencias y mejorar el consumo cotidiano, especialmente en regiones donde los salarios son bajos. Pero están sujetos al presupuesto público, al crecimiento económico y a la recaudación fiscal. No generan derechos laborales ni protecciones duraderas.

Un segundo grupo está conformado por familias cuyas cabezas de hogar cuentan con empleo formal, en el sector público o privado. En Yucatán, este grupo incluye a trabajadores del gobierno, del sector educativo, de algunas ramas industriales y de servicios especializados. Viven al día, pero con cierto margen de maniobra: pueden planear a mediano plazo, adquirir bienes a crédito o acceder a vivienda mediante Infonavit, Fovissste o financiamiento privado. No son hogares acomodados, pero sí menos expuestos a la zozobra permanente.

El tercer grupo corresponde a una clase media alta, integrada por pequeños empresarios, arrendadores, profesionales con patrimonio acumulado durante generaciones. Su pertenencia a la clase media no es reciente ni estadística: es histórica. En Mérida y otras ciudades del estado, este grupo ha logrado amortiguar mejor los cambios económicos y aprovechar el crecimiento urbano e inmobiliario.

Hasta aquí, la tipología. Pero hay un elemento transversal que suele diluirse en las celebraciones oficiales: el papel de las mujeres en este supuesto ascenso.

Umbral

En no pocos hogares yucatecos, el cruce del umbral de ingreso que permite “entrar” a la clase media ocurre cuando las mujeres se incorporan al mercado laboral. No en empleos estables y bien remunerados, sino mayoritariamente en condiciones de precariedad, informalidad, jornadas extensas y sin seguridad social.

Numerosos hogares de las clases medias emergentes se sostienen, así, sobre una doble carga femenina: trabajo remunerado mal pagado y trabajo doméstico no remunerado. El ingreso del hogar mejora, sí, pero a costa de mayor desgaste físico y emocional, menor tiempo de autocuidado y una vulnerabilidad que no aparece en las estadísticas. Desde esta perspectiva, el ascenso a la clase media no solo es frágil, es profundamente desigual.

Las diferencias entre las clases medias no son sólo económicas, sino también culturales y políticas. Las emergentes suelen mostrar reconocimiento —cuando no gratitud— hacia los apoyos gubernamentales y mayor tolerancia frente a la precariedad de los servicios públicos, especialmente en salud. En cambio, las clases medias con empleo formal o patrimonio son más críticas de las deficiencias estatales, en particular en seguridad y atención médica. Pueden enviar a sus hijos a escuelas privadas en los niveles básicos, aunque para el nivel superior la universidad pública siga siendo la opción preferida.

Equilibrios

Aquí aparece la metáfora inevitable: las clases medias caminan en el alambre. Unas, las emergentes, hacen equilibrios para sostener un estatus recién adquirido, conscientes de que una enfermedad, un accidente o la pérdida del ingreso pueden hacerlas caer. Otras, las de en medio, saben que conservar su estatus pasa por mantener su empleo formal. Para todas las clases medias, los gastos catastróficos en salud pueden conducir a pérdidas irremontables de su nivel de vida.

En Yucatán, donde el acceso oportuno y de calidad a los servicios de salud públicos sigue siendo una preocupación cotidiana, este riesgo no es abstracto.

La desaparición del Seguro Popular y las limitaciones actuales del IMSS-Bienestar se traducen en “gastos de bolsillo” que pueden desestabilizar cualquier economía familiar.

A esta fragilidad se suma un problema estructural: la movilidad social. Ascender en la clasificación gubernamental no garantiza que las hijas y los hijos tengan mejores oportunidades que sus padres: ni en educación, ni en vivienda, ni en el acceso a empleos formales.

Si los hogares están concentrados en sostener su posición, ¿con qué recursos podrán convertir ese avance en una trayectoria intergeneracional de prosperidad?

La movilidad social es central para cualquier grupo social, pero es el corazón del imaginario de las clases medias: no solo mantener su posición, sino ir más allá. Hoy, esa expectativa choca con la ralentización del crecimiento económico y con un desarrollo regional profundamente desigual, donde algunos estados avanzan mientras otros —incluido el sureste— siguen dependiendo de empleos frágiles y de políticas compensatorias.

Celebrar el crecimiento de las clases medias puede ser legítimo. Confundir ese avance estadístico con bienestar duradero, no.

Porque mientras el ascenso dependa solo del ingreso —y muchas veces del trabajo precario de las mujeres—, las nuevas clases medias seguirán en el alambre: sosteniéndose con cuidado, mirando hacia adelante con esperanza, pero sabiendo que, sin políticas públicas que consoliden derechos, empleo formal y movilidad social, cualquier desequilibrio puede hacerlas perder lo ganado.

En la víspera de la Nochebuena, concedámonos un instante para imaginar la paz, reconciliarnos con el año que termina y dejar entrar la alegría, incluso en medio de la incertidumbre y la polarización. ¡Feliz Navidad y paz en los corazones!— Mérida, Yucatán

dulcesauri@gmail.com

Licenciada en Sociología con doctorado en Historia. Exgobernadora de Yucatán

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