Mi hija menor, quien este año vivió su primera Navidad sin Santa Claus, me señaló en días recientes que esta temporada decembrina no habíamos hecho “nada navideño” como familia. Su observación me dejó pensando en qué será lo que a ella le falta para sentir el espíritu de la época cuando hemos recibido gente en casa y le han sobrado reuniones e intercambios. Hasta hoy no decido si es preciso encontrar la fórmula para poder dotarla de “eso” que le faltó.

Diciembre se ha convertido en un molde en el que todos debemos encajar. Es una lupa bajo la cual se exacerban alegrías, y que magnifica hasta el extremo los sentimientos fraternos que deben regir nuestra vida social: las reuniones “antes de que termine el año”, los regalos para demostrar nuestro aprecio y nuestro sentido de responsabilidad social; las celebraciones familiares que confirman cuánto nos importan nuestros seres queridos. La lupa que es diciembre también aumenta realidades y dolores. Una persona sola se sentirá más sola que nunca en estos días; las ausencias pesan más, aunque las sillas también estén vacías en marzo, abril o agosto; el fantasma del fracaso nos ronda amordazado, pero insiste en recordarnos que no hemos hecho, amado, insistido o ayudado lo suficiente. En palabras de Rosa Montero, estas fechas siempre arañan un poquito el corazón.

Por otro lado, los cierres son la ocasión perfecta para la reflexión, el análisis y los buenos propósitos, ya sea nuevos o reciclados. Cada fin de año aparecen las listas, los recuentos, las estadísticas de lo que logramos, experimentamos, viajamos, y las redes sociales nos arrojan rostros de personas que se aventuran hacia el nuevo año con ánimo renovado e ímpetu en apariencia inquebrantable.

No obstante, en paralelo nos encontramos con que la realidad continúa su curso: las enfermedades persisten, las cuentas bancarias pagan las consecuencias de los excesos y los problemas personales no se esfuman por arte de magia. Resulta inevitable que en nuestras mentes se genere una disonancia que vapulee nuestro espíritu sin remedio. Nos debatimos sobre la gratitud que debemos sentir por las bendiciones recibidas y la culpa por las preocupaciones que en menor o mayor grado nos aquejan, que son reales y están ahí, que no se han ido a ningún lado, si acaso las hemos puesto en pausa por respeto al espíritu de la época.

Las personas necesitamos líneas temporales para medir nuestra evolución. Requerimos de lapsos, ciclos, tiempos, y tradiciones. Está bien dotar fechas de significado y celebrar cierres e inicios, siempre y cuando esto no suceda a costa de nuestra propia salud emocional. ¿Cuántos de nosotros no terminamos el año sintiendo que no vimos a suficientes amigos, que no atinamos al regalo perfecto, que hicimos el comentario inadecuado en alguna reunión familiar? ¿Cuántas veces nos sentimos poco apreciados, poco convidados o valorados durante estas fechas? Sobre todo si estamos sin estar, a través de las pantallas, en casi todas las fiestas.

No me malinterpreten: estoy convencida de que celebrar y demostrar nuestro cariño y aprecio a nuestros seres queridos es importante. Creo también en la nobleza de la gratitud y los propósitos. Pienso, sin embargo, que se corre el riesgo de convertir estas tradiciones en exigencias, en el cumplimiento de una serie de puntos y mandatos que hay que seguir al pie de la letra, o de lo contrario, obtendremos como resultado vacío, depresión y culpa.

A mí me alivia recordar que cualquier día del año existe la posibilidad de ser más justos y aliviar las carencias de quienes menos tienen. Recordar que despertamos cada mañana a una oportunidad recién desempolvada para vivir mejor y que no es necesario que el calendario llegue al último mes del año para ir de cero a cien.

Pensándolo bien, creo que prefiero darle a mi hija la certeza de que nada de lo que cree que echa de menos le hace falta, de que está bien permanecer en la simpleza de la idea de que estas fiestas celebran la humanidad de Cristo y la oportunidad de los nuevos comienzos, y que la celebración reside justo en nuestro deseo de estar ahí para el otro. Y sí, pasar tiempo en familia, pero sin sucumbir a la tentación de las actividades impuestas por la mercantilización de las tradiciones.

Que este nuevo ciclo nos encuentre sensibles y dispuestos a ser mejores ciudadanos, a vivir en mayor conciencia del otro y del amor y la claridad que nos hacen falta para entender que es posible renacer cada día del año. ¡Feliz 2026 a los amables lectores del Diario de Yucatán!— Mérida, Yucatán

Licenciada en Periodismo y maestra en Relaciones Públicas; exfuncionaria del Ayuntamiento de Mérida y del gobierno del estado

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